Todavía me cuesta asimilar lo que pasó en realidad. Fue como una foto instantánea. Creo que me lastimé la espalda de tan rápido que me tiré, al ver siluetas obscuras por la ventana, pero el dolor lo noté hasta luego de varias horas. Estaba con los ojos cerrados, mi mente estaba en blanco y un fuerte escalofrío recorría mi cuerpo. Ya había pasado una vez, pero ésta fue mucho más intensa. Creo que fueron como diez minutos, aunque parecía una eternidad. De repente todo quedó en silencio; abrí los ojos y traté de reincorporarme cuando vi a Juan asomándose por la ventana, lo único que no habíamos asegurado...
–¡Cerrá la ventana! –le grité desde el otro extremo de la sala.
No pudo contener el horror en su rostro, ahogó un grito y rápidamente la cerró cuando creyó que lo habían visto.
–¡Querés que nos maten! –dije toda furiosa.
El sonido de mi voz se mezclaba al mismo tiempo con el ruido ensordecedor de las balas, que retomaba otra vez el papel principal.
– Estoy harto de estar en encerrado en ésta casa de mierda... –me dijo con la voz entrecortada – ya llevamos casi una semana así.
– ¿Vos creés que yo no estoy harta también? –le dije–, pero si estás de imbécil asomándote por la ventana te van a pegar un tiro.
Desde que la empresa, cerró hace dos semanas, Juan no paraba de beber. Había pasado toda la semana tomando; además parecía león enjaulado debido al encierro. Desde hace dos días se había puesto insoportable... Aunque realmente no lo culpo, era también mi empresa y trabajábamos todos los días juntos. Habíamos invertido tantos años de trabajo como para dejarlos así por así. Yo tampoco podía aguantar la claustrofobia del encierro continuo. Me estaba volviendo loca los enfrentamientos diarios; el levantarme todos los días a las cuatro de la mañana, cuando los tiroteos cesaban, e ir al pozo que quedaba a un kilómetro de la casa a buscar agua para beber, y para cocinar el arroz y los frijoles que era la único que teníamos. Arroz y frijoles que habíamos saqueado de la tienda de Don Pablo, cuando todo el mundo estaba saqueando todo. Tenía ya una semana sin bañarme y olía a perro sudado; me sentía asquerosa.
Carlos nos dijo, cuando vino hace dos días, que estaban registrando todas las casas en busca de insurgentes, y en la búsqueda mataban a la mayoría de los jóvenes. Me parecía demasiado fantasioso, no lo podía creer. Habíamos asegurado con tablas y clavos todas las puertas de la casa. Desde que la semana pasada bombardearon la colonia decidimos dejar una salida por si teníamos que escapar de las bombas, así que no aseguramos una ventana. La ventana que quedaba al fondo de la casa, cerca de la cocina. Era más o menos grande y fácilmente podríamos salir por ella. Siempre la manteníamos cubierta por una sábana bien gruesa y bien oscura que desprendía un olor como a libro viejo que impregnaba toda la casa; así evitábamos que alguien supiera que había alguien dentro. Debido a eso permanecíamos en la oscuridad todo el día, a parte de que no había luz eléctrica desde hace dos semanas. Ya ni sentíamos el olor del encierro.
Estábamos tirados en el piso cuando se dejaron de escuchar los disparos. Nos levantamos y nos sentamos en el sofá de la sala oscura.
– Necesito un trago –dijo Juan dirigiéndose a la cocina.
– Creo que yo también me voy a tomar uno –dijo Carlos sumamente turbado.
Carlos, mi hermano, el que no quiso venir, lo habían herido en la pierna dos semanas antes en el frente sur, donde combatía con sus compañeros de la universidad. Un amigo lo pudo rescatar de las balas y traerlo milagrosamente con nosotros; desde entonces se sentía impotente cuando escuchaba pasar a los guardias. Quería lanzárseles encima y descargar toda su rabia. Más de una vez logré persuadirlo de no salir para unirse a la insurrección; además seguía mal de la pierna y no llegaría lejos. De no estar en guerra seguiría con sus estudios de Psicología en la UNAN, donde ya cursaba su último año.
A Juan, mi esposo, no le agradó nada que Carlos llegara a la casa; ellos nunca se cayeron bien. Creo que si Carlos hubiera muerto, él hasta cierto sentido se sentiría algo aliviado. Desde que fuimos novios, Carlos siempre demostraba su apatía por nuestra relación, más que todo, según él, porque representaba todo lo que estaba mal en el mundo. De igual forma pensaba Juan. Y ahora, con todo el peso de la guerra encima y el encierro continuo, su relación cada día se tensaba más.
– Ya se está acabando la última botella –dijo Juan con el trago en la mano.
– Claro, si has pasado bebiendo desde el martes –dijo Carlos bebiendo un sorbo del vaso.
– A vos que te importa, desde que llegaste no has hecho otra cosa que estar jodiendo con tus mierdas de revolución. ¿Sabés que? Me tenés harto. ¡Me importa un carajo tu revolución!, éste país de todas formas ya se fue a la mierda –dijo con su cara colorada de la excitación.
– Claro, gracias a gente como vos. Es increíble que gente tan estúpida exista en éste mundo –dijo Carlos con una enorme muestra de desprecio en su rostro.
– ¿Cómo me llamaste? –dijo Juan con la cara igualmente colorada pero con una mezcla entre asombro e ira.
– Lo que oíste –dijo Carlos desafiante.
– ¡Ya cállense los dos! –dije gritando en un susurro–, ¡no hubieran podido elegir mejor momento para pelear! Todos estamos hartos de ésta mierda. Estamos cansados y no nos hemos bañado en una semana y el estar peleando no hace más agradable la situación.
– Pues dile a tu hermanito que me deje en paz –dijo Juan dirigiendo su mirada a Carlos.
– Nos hubiéramos ido a Costa Rica cuando tuvimos la oportunidad –dije lamentándome con un suspiro.
Fue idea mía que no nos fuésemos, todos estaban abandonando el país: los de la empresa, mis amigos, mis vecinos. Todos. Nunca me imaginé que la guardia llegaría a la colonia. Siempre pensé que los combates se quedarían en la montaña. Además, el trayecto era demasiado peligroso y no quería arriesgarme. Según mi hermano habían cerrado todas las carreteras que se dirigían hacia la frontera.
–¡Cerrá la ventana! –le grité desde el otro extremo de la sala.
No pudo contener el horror en su rostro, ahogó un grito y rápidamente la cerró cuando creyó que lo habían visto.
–¡Querés que nos maten! –dije toda furiosa.
El sonido de mi voz se mezclaba al mismo tiempo con el ruido ensordecedor de las balas, que retomaba otra vez el papel principal.
– Estoy harto de estar en encerrado en ésta casa de mierda... –me dijo con la voz entrecortada – ya llevamos casi una semana así.
– ¿Vos creés que yo no estoy harta también? –le dije–, pero si estás de imbécil asomándote por la ventana te van a pegar un tiro.
Desde que la empresa, cerró hace dos semanas, Juan no paraba de beber. Había pasado toda la semana tomando; además parecía león enjaulado debido al encierro. Desde hace dos días se había puesto insoportable... Aunque realmente no lo culpo, era también mi empresa y trabajábamos todos los días juntos. Habíamos invertido tantos años de trabajo como para dejarlos así por así. Yo tampoco podía aguantar la claustrofobia del encierro continuo. Me estaba volviendo loca los enfrentamientos diarios; el levantarme todos los días a las cuatro de la mañana, cuando los tiroteos cesaban, e ir al pozo que quedaba a un kilómetro de la casa a buscar agua para beber, y para cocinar el arroz y los frijoles que era la único que teníamos. Arroz y frijoles que habíamos saqueado de la tienda de Don Pablo, cuando todo el mundo estaba saqueando todo. Tenía ya una semana sin bañarme y olía a perro sudado; me sentía asquerosa.
Carlos nos dijo, cuando vino hace dos días, que estaban registrando todas las casas en busca de insurgentes, y en la búsqueda mataban a la mayoría de los jóvenes. Me parecía demasiado fantasioso, no lo podía creer. Habíamos asegurado con tablas y clavos todas las puertas de la casa. Desde que la semana pasada bombardearon la colonia decidimos dejar una salida por si teníamos que escapar de las bombas, así que no aseguramos una ventana. La ventana que quedaba al fondo de la casa, cerca de la cocina. Era más o menos grande y fácilmente podríamos salir por ella. Siempre la manteníamos cubierta por una sábana bien gruesa y bien oscura que desprendía un olor como a libro viejo que impregnaba toda la casa; así evitábamos que alguien supiera que había alguien dentro. Debido a eso permanecíamos en la oscuridad todo el día, a parte de que no había luz eléctrica desde hace dos semanas. Ya ni sentíamos el olor del encierro.
Estábamos tirados en el piso cuando se dejaron de escuchar los disparos. Nos levantamos y nos sentamos en el sofá de la sala oscura.
– Necesito un trago –dijo Juan dirigiéndose a la cocina.
– Creo que yo también me voy a tomar uno –dijo Carlos sumamente turbado.
A Juan, mi esposo, no le agradó nada que Carlos llegara a la casa; ellos nunca se cayeron bien. Creo que si Carlos hubiera muerto, él hasta cierto sentido se sentiría algo aliviado. Desde que fuimos novios, Carlos siempre demostraba su apatía por nuestra relación, más que todo, según él, porque representaba todo lo que estaba mal en el mundo. De igual forma pensaba Juan. Y ahora, con todo el peso de la guerra encima y el encierro continuo, su relación cada día se tensaba más.
– Ya se está acabando la última botella –dijo Juan con el trago en la mano.
– Claro, si has pasado bebiendo desde el martes –dijo Carlos bebiendo un sorbo del vaso.
– A vos que te importa, desde que llegaste no has hecho otra cosa que estar jodiendo con tus mierdas de revolución. ¿Sabés que? Me tenés harto. ¡Me importa un carajo tu revolución!, éste país de todas formas ya se fue a la mierda –dijo con su cara colorada de la excitación.
– Claro, gracias a gente como vos. Es increíble que gente tan estúpida exista en éste mundo –dijo Carlos con una enorme muestra de desprecio en su rostro.
– ¿Cómo me llamaste? –dijo Juan con la cara igualmente colorada pero con una mezcla entre asombro e ira.
– Lo que oíste –dijo Carlos desafiante.
– ¡Ya cállense los dos! –dije gritando en un susurro–, ¡no hubieran podido elegir mejor momento para pelear! Todos estamos hartos de ésta mierda. Estamos cansados y no nos hemos bañado en una semana y el estar peleando no hace más agradable la situación.
– Pues dile a tu hermanito que me deje en paz –dijo Juan dirigiendo su mirada a Carlos.
– Nos hubiéramos ido a Costa Rica cuando tuvimos la oportunidad –dije lamentándome con un suspiro.
Fue idea mía que no nos fuésemos, todos estaban abandonando el país: los de la empresa, mis amigos, mis vecinos. Todos. Nunca me imaginé que la guardia llegaría a la colonia. Siempre pensé que los combates se quedarían en la montaña. Además, el trayecto era demasiado peligroso y no quería arriesgarme. Según mi hermano habían cerrado todas las carreteras que se dirigían hacia la frontera.
Habían encontrado, en la casa de enfrente, un nido de “comunistas” como ellos les llamaban, y en plena tarde se armó la batalla. Ya llevaban más de dos horas de balaceras cuando se dejaron de escuchar disparos.
– Parece que ya se calmaron –dijo Carlos con los ojos hinchados del desvelo.
– Sí, creo que los mataron a todos –dije con una frialdad que hasta mí me sorprendió.
Nadie dijo una palabra por unos cinco minutos, tal vez por el temor de que nos oyeran, o para ver si podíamos escuchar algo; hasta que oímos ruidos, que me horrorizaron. Ruidos como que tiraran sacos llenos de papas a un camión vacío. Juan, algo ebrio por el ron, se dirigió a la ventana, que nos hacía falta asegurar, con intenciones de asomarse, otra vez, para ver como había concluido la batalla.
– Ni se te ocurra asomarte –le sentencié.
–Si ya pasó la balacera –contestó irónicamente.
Se disponía a recorrer la sábana…
– ¡Vos estás loco! –le dije en un murmullo colérico– ¿querés que te den un tiro? Además andás borracho, te dije que no siguieras bebiendo.
Lo alcancé y lo tomé por ambas manos. No podíamos permitir que nos vieran, era demasiado arriesgado. Además, la cara de mi hermano había circulado por la guardia y lo andaban buscando.
Si me ves ando vestida con la misma blusa blanca desde hace cuatro días, o por lo menos con lo que queda de ella; ya el blanco está triste de tanto usarla. Iba a ser de noche cuando nos dispusimos a comer. No sé que tenían el arroz y los frijoles que habíamos saqueado de la tienda de Don Pablo, pero me sabían a gloria. ¿Si conocen a Don Pablo, verdad?... Encendimos dos velas y las pusimos en el comedor.
– ¿Cómo sigues de la pierna? –le pregunté a Carlos.
– Algo mejor, pero ayer no pude dormir muy bien, me dolía demasiado. Creo que está infectada –me dijo con un rostro muy expresivo.
– ¿Estás seguro?, pero si la desinfectamos cuando viniste –dije.
– Si verdad, tal vez solo es que está sanando, pero me duele demasiado –dijo seguido de un bocado, seguido de un lamento.
– No seas llorón, deberías de darle gracias a Dios que no te mataron por andar de pendejo –dijo Juan efusivamente.
– ¿Ahora yo soy el pendejo? No tenés la mas mínima idea de lo que estás hablando –dijo Carlos mirando penetrantemente a Juan.
– Claro que la tengo –sentenció Juan–. Sé perfectamente de lo que estoy hablando.
– ¿Así?
– Sí.
– Pues entonces sabés que luchamos por librarnos de gente entreguista como vos –dijo Carlos entrecerrando los ojos–. Por lo menos yo quiero liberar a mi pueblo de esta dictadura de la que vos mismo fuiste partícipe –señalándolo–. O me vas a decir que nunca le besaste las nalgas a Somoza cuando llegaba a tu empresa –dijo desafiante.
– Oye, calmate y seguí comiendo –dije a Carlos avizorando lo que venía.
– Mirá, si gente como ustedes, realmente valoraran lo que hizo “el hombre” por éste país –sentenciaba Juan–, no estarían muriendo por un montón de filosofías huecas. Qué voy a andar creyendo yo en “santos que orinan”. Yo ahorita estuviera trabajando en mi empresa como toda mi vida lo he hecho y no estuviera encerrado con un vago como vos –dijo Juan defendiéndose.
– Prefiero ser un vago que una maldita rata como vos –dijo Carlos volviendo la mirada hacia el plato de arroz y frijoles disponiéndose a seguir comiendo.
– Mirá, si no estuvieras herido y no fueras el hermano de mi mujer, ya te hubiera lanzado por esa ventana –dijo Juan señalando la ventana cubierta por la espesa sábana.
– Atrévete y verás lo que te pasa –dijo Carlos
– ¡A no! ¡A mí ningún niño culo cagado me va a estar amenazando! –dijo Juan golpeando la mesa y poniéndose de pié.
– ¡Ya cálmense! No sean idiotas, no ven que los dos contemplan el mundo como el sistema quiere que lo contemplen. Cada quien debería verlo como le de la gana, ¿qué no ven la situación? –dije olvidándome de la comida.
– Precisamente por ese pensamiento es que estamos como estamos, tú no ves la situación. Yo la veo por todos lados, ¡por supuesto qué la veo! –dijo Carlos levantando aun más la voz–, al igual que veo al enemigo comiendo en la misma mesa que yo. Me rehúso a comer con éste miserable imperialista –dijo poniéndose de pie.
– ¡Miserable tu madre! –dijo Juan estirando los labios.
No sé si fue por el odio ideológico que se tenían, o por el hecho de no haber salido de la casa en una semana, o probablemente porque nunca se cayeron bien. Carlos se abalanzó sobre Juan, explotando como geiser, con una ira contenida desde hace mucho tiempo atrás. Logró estrellarlo contra el piso, a pesar de que la herida en su pierna apenas estaba empezando a cicatrizar. La pequeña mesa ovalada de cristal se movió de un lado a otro botando la comida y los vasos con agua. Se montó encima de él y le comenzó a dar torpes golpes en la cara, ya que no tenía mucho punto de apoyo. Juan se adueño rápidamente de la situación, logró safarse y empujarlo contra la mesa que se quebró junto con los platos. El ruido debió escucharse fuera de la casa. Cuando se puso de pié y se dirigía donde yacía Carlos junto con los vidrios, me antepuse y traté detenerlo.
– ¡Dejá de pelear! No seas estúpido, no ves que está herido –le dije gritando.
– ¡Qué me importa! ¡Por mí que se muera! –dijo articulando cada palabra.
No alcanzó a decir nada más cuando se escuchó una especie de trueno que venía creciendo. De pronto un ruido estruendoso como el de un volcán explotando hizo que toda la habitación brincara y se cayeran los cuadros al piso.
Otro estruendo pero esta vez más débil y lejano confirmó lo que me temía. Venía seguido de varios alaridos horrorosos como mujeres en pleno parto.
– No otra vez –dije mirando hacia el techo.
Carlos como pudo trató de ponerse en pié. Juan miraba hacia todas direcciones sin saber que hacer. Se escuchaban a los aviones uno a uno pasando sobre nuestras cabezas como manada de buitres buscando carroña. Parecía una eternidad, aunque tal vez no fue más de un minuto. Se escuchaba el caer de las bombas de quinientas libras, como cuando se desinfla un globo mientras los aviones aleteaban por toda la colonia.
– Tenemos que salir de aquí –dijo Carlos.
Corríamos hacia la ventana cuando en ese momento calló una bomba cerca de nosotros, al lado de la cocina. El sonido del techo cayendo y esparciéndose por la habitación fue tan estruendoso que me dejó sorda por un par de minutos, sólo oía un zumbido insoportable dentro de mi cabeza; el polvo y las astillas de los muebles y de todo lo que se destruyó fue lo único que nos pudo alcanzar. Abrimos con dificultad la ventana y nos quedamos estupefactos ante el paisaje: toda la colonia estaba ardiendo. Los aviones se veían ya alejándose por un cielo rojo. No creo que todavía haya asimilado bien la situación. Salimos sin tener idea a donde ir. ¿Dónde hubiéramos podido ir? Nos sentamos en el piso debajo de la ventana...
– El mundo cayéndose y ustedes peleando –dije con los ojos llorosos.
Ahí fue donde nos encontraron ustedes, vimos un microbús y comenzamos a correr porque creímos que era la guardia. Mi casa no sé que fue de ella, me imagino que se contagió del fuego de las otras y quedó en cenizas. Ya no quiero acordarme de nada de lo que pasó. Viste que traté de convencer a Carlos que viniera con nosotros pero pudo más su orgullo. De qué va a vivir ahorita, cómo va comer, en dónde va a dormir… no tengo ni la más remota idea, y eso me mortifica. Porqué diablos no se dan cuenta del estrecho paralelo que existe entre los dos. Son realmente unos estúpidos.
Nunca pensé que se pudiera conducir de noche con las luces apagadas, pero hay una luna intensa, como recién bañada. ¿Cuánto falta para la frontera?
– Como 15 minutos, será mejor que levantes a tu esposo porque va a estar difícil pasar al otro lado.