Al momento de volverme “cristiano”, mi familia, que me había criado bajo las creencias católicas, se alejó de mí, aunque luego pudieron aceptarme e incluso alguno de ellos siguieron mis pasos. Pero de un tiempo para acá las cosas habían cambiado mucho; por primera vez desde mi juventud me sentía sumamente turbado. El ambiente frío y seco no me ayudaba mucho, e incluso creo que contribuyó a atizar mi tribulación.
Pasé por el Caffe Vittoria; tenía años sin tomarme una taza de café italiano, que preparaban exclusivamente en esa cafetería. Creo que desde el verano del 72 que había llegado a un retiro espiritual que se efectuaría en la sede, no había vuelto a probar un café tan delicioso, y con ese frío se me antojaba mucho más. Entré y me senté en las mesas que estaban al fondo, se me acercó la mesera y le pedí la taza de café. El calor del establecimiento me tranquilizó un poco. Era una cafetería un tanto pequeña, como de unas ocho mesas. La recorrí suavemente con la mirada mientras daba sorbos al café, cuando me percaté que en una de las mesas estaban sentadas un par de monjas. Ambas de piel blanca, de traje negro, y blanco en la parte del cuello, de donde colgaba un gran crucifijo plateado. Nunca tuve nada en contra de ellas, ni cuando me castigaban en el colegio, ni cuando una me reprobó en la clase de español; pero esa tarde el sólo simple hecho de estar cercano a ellas me incomodaba mucho. Procuré beberme el café rápidamente, sin que me importara quemarme la lengua, y salir cuanto antes de aquel lugar. “Would you like anything more, Sir?... No thanks! Keep the change”. Salí observando con sumo desdén al par de religiosas que me quedaron viendo de reojo, un tanto asombradas por la expresión en mi rostro. Ésta vez el frío lo sentí terrible. La nevada arreció y las manos se me helaron rápidamente. “Tengo que buscar un taxi…” Caminé a la esquina y esperé un par de minutos que se me hicieron eternos. Sentía la cabeza a explotar. El simple hecho de ver a esas monjas, me trajo a la memoria el recuerdo de mi infancia en Ponce, cuando en las tardes iba a poner velitas al cristo con pelo lleno de rizos que estaba dormido en una cama. “Dame una prueba, Señor, aunque sea un vientecito…”
“Hey! Taxi!... Take me to 110 Commonwealth Avenue, please”. Subí rápidamente al taxi como si fuera en persecución de alguien. El conductor al parecer se dio cuenta de la aflicción que de mi rostro emanaba, y no dejaba de verme de cuando en cuando por el retrovisor. “Coño, qué me pasa Dios mío… ¿se encuentra bien, Señor?..., ¿habla español?..., sí, soy de Ecuador…, ah!, si gracias, me encuentro bien, sólo es que voy algo retrasado…, no se preocupe que Dios no tiene prisa en llegar, jejeje.” Sus palabras retumbaron en mi oído y me desconcertaron tanto que me dio pena preguntarle que fue lo que quiso decirme.
Nos fuimos por la Western Street, rumbo a la sede. Mis maletas las había dejado en el hotel. Contrario a lo que recordaba de visitas anteriores, había encontrado en el trayecto de un par de millas, varias iglesias de todos los tipos, nombres, colores, texturas y tamaños. Nos detuvimos en un semáforo en rojo contiguo a un edificio un tanto insípido que de su interior emanaba un griterío y unos quejidos tremendos; en la parte de afuera había un letrero que decía “Culto de reavivamiento”. Los alaridos pudieron llegar hasta el taxi, desconcertándome y asustándome a la vez. El semáforo se puso en verde. Avanzamos dos calles adelante y me encontré con una gran sinagoga de donde salían niños con gorritos sobre sus cabezas, seguidos de rabinos vestidos de negro; de larga barba y altos sombreros; al parecer discutían entre sí muy acaloradamente. Esa era una de las calles principales de la ciudad que era muy transitada y sumamente comercial. Precisamente contiguo a un centro comercial muy moderno había lo que parecía una tienda por departamentos, que en su fachada se leía Unification Church. Casi al frente me encontré majestuosidad de un templo católico; tenía como veinte años sin entrar a uno. Su fachada, contraria al edificio un tanto insípido de los pentecostales reavivados, era barroca, o al menos eso me parecía. En la puerta de cuatro metros había un mendigo pidiendo limosna, su apariencia era de lamentar. Nos encontramos con varias denominaciones más: luteranos, metodista, anglicanos, adventistas; hasta luz del mundo, cienciología, carismáticos, etc. Parecía más bien el paseo de las doctrinas que una calle comercial.
Después de diez minutos de trayecto me encontré frente a la sede Ministerio Nueva Esperanza Bautista. Busqué cambio en la billetera pero sólo encontré billetes de a veinte dólares. “¡Muchas gracias!, conserve el cambio…, Gracias a usted, reciba mucho más abundantemente”, me dijo con una sonrisa en sus labios. Otra vez sus palabras hicieron eco en mi mente.
Era un edificio enorme, tenía la apariencia como de un Coliseo moderno, con vidrios de colores por todos lados y en la entrada una cruz de bronce como de tres metros. Ya había estado en la sede en varias ocasiones, y siempre me quedaba maravillado con aquel edificio, pero no esa vez. Pase sin apreciar su fachada como solía hacerlo siempre que llegaba e ingresé en su interior rápidamente. Me recibió el pastor Oseguera, que era el que se encargaba de las misiones internacionales. Nos habíamos conocido en el último viaje que hice a Boston, para confirmar la iglesia de Ponce. Su posición distante y sus dobles posturas estuvieron presentes durante todo el encuentro. No me había percatado lo falso que se veía Oseguera, con ese aspecto de santurrón que siempre quería aparentar. Dos semanas antes del viaje un hermano de la iglesia me había comentado de la demanda que su sobrina de diecisiete años le había entablado por acoso sexual. Nuestro encuentro no tardó más de veinte minutos; solo le expliqué rápidamente el informe que traía preparado de antemano, y le di los saludos de la asociación de pastores de San Juan. Mostró siempre una expresión de indiferencia en su rostro a todo lo que hablábamos. Me llevó a la parte donde se entregaba el material donde me dieron una caja con pequeñas revistas llamadas “El Nuevo Amanecer”; una caja de Biblias de bolsillo versión Reina Valera, y me llamó a un taxi para que regresara al hotel. Cuando iba saliendo, pude saludar a Thomas Helwys, que era el presidente de la congregación; me saludó de una forma fría y distante. Todo pasó tan rápido que sentí que estaban buscando la forma de deshacerse de mí, como que les incomodaba mi sola presencia. El trato que me dieron, si bien no fue nada descortés, fue muy protocolario, o al menos así me pareció.
En el taxi no dejaba de pensar en lo mismo, aunque no tenía la mente centrada en un solo pensamiento en particular, todo lo que giraba alrededor de mi cabeza gravitaba alrededor de un punto en común: “Creo que voy a dejar la religión”.
Al entrar en la habitación del hotel Marriot, dejé la caja al lado de la puerta y me senté en la pequeña salita. En una mesita, había un arbolito de navidad y al lado una Biblia. La abrí y ubiqué Romanos 8:2 “Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte…” La cerré me fui al baño a lavarme la cara, regresé a la salita y sin percatarme caí profundamente dormido.
Donaldo Flores Sevilla
Nació en Managua hace 20 años.Estudiante de la Academia de Música Fermatta de la ciudad de México, Distrito Federal desde hace tres años y medio. Escritor aficionado desde hace cuatro años, pertenece a varios talleres de literatura en el DF.
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