Monday, August 14, 2006

Frontera

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Todavía me cuesta asimilar lo que pasó en realidad. Fue como una foto instantánea. Creo que me lastimé la espalda de tan rápido que me tiré, al ver siluetas obscuras por la ventana, pero el dolor lo noté hasta luego de varias horas. Estaba con los ojos cerrados, mi mente estaba en blanco y un fuerte escalofrío recorría mi cuerpo. Ya había pasado una vez, pero ésta fue mucho más intensa. Creo que fueron como diez minutos, aunque parecía una eternidad. De repente todo quedó en silencio; abrí los ojos y traté de reincorporarme cuando vi a Juan asomándose por la ventana, lo único que no habíamos asegurado...
–¡Cerrá la ventana! –le grité desde el otro extremo de la sala.
No pudo contener el horror en su rostro, ahogó un grito y rápidamente la cerró cuando creyó que lo habían visto.
–¡Querés que nos maten! –dije toda furiosa.
El sonido de mi voz se mezclaba al mismo tiempo con el ruido ensordecedor de las balas, que retomaba otra vez el papel principal.
– Estoy harto de estar en encerrado en ésta casa de mierda... –me dijo con la voz entrecortada – ya llevamos casi una semana así.
– ¿Vos creés que yo no estoy harta también? –le dije–, pero si estás de imbécil asomándote por la ventana te van a pegar un tiro.
Desde que la empresa, cerró hace dos semanas, Juan no paraba de beber. Había pasado toda la semana tomando; además parecía león enjaulado debido al encierro. Desde hace dos días se había puesto insoportable... Aunque realmente no lo culpo, era también mi empresa y trabajábamos todos los días juntos. Habíamos invertido tantos años de trabajo como para dejarlos así por así. Yo tampoco podía aguantar la claustrofobia del encierro continuo. Me estaba volviendo loca los enfrentamientos diarios; el levantarme todos los días a las cuatro de la mañana, cuando los tiroteos cesaban, e ir al pozo que quedaba a un kilómetro de la casa a buscar agua para beber, y para cocinar el arroz y los frijoles que era la único que teníamos. Arroz y frijoles que habíamos saqueado de la tienda de Don Pablo, cuando todo el mundo estaba saqueando todo. Tenía ya una semana sin bañarme y olía a perro sudado; me sentía asquerosa.
Carlos nos dijo, cuando vino hace dos días, que estaban registrando todas las casas en busca de insurgentes, y en la búsqueda mataban a la mayoría de los jóvenes. Me parecía demasiado fantasioso, no lo podía creer. Habíamos asegurado con tablas y clavos todas las puertas de la casa. Desde que la semana pasada bombardearon la colonia decidimos dejar una salida por si teníamos que escapar de las bombas, así que no aseguramos una ventana. La ventana que quedaba al fondo de la casa, cerca de la cocina. Era más o menos grande y fácilmente podríamos salir por ella. Siempre la manteníamos cubierta por una sábana bien gruesa y bien oscura que desprendía un olor como a libro viejo que impregnaba toda la casa; así evitábamos que alguien supiera que había alguien dentro. Debido a eso permanecíamos en la oscuridad todo el día, a parte de que no había luz eléctrica desde hace dos semanas. Ya ni sentíamos el olor del encierro.
Estábamos tirados en el piso cuando se dejaron de escuchar los disparos. Nos levantamos y nos sentamos en el sofá de la sala oscura.
– Necesito un trago –dijo Juan dirigiéndose a la cocina.
– Creo que yo también me voy a tomar uno –dijo Carlos sumamente turbado.
Photobucket - Video and Image HostingCarlos, mi hermano, el que no quiso venir, lo habían herido en la pierna dos semanas antes en el frente sur, donde combatía con sus compañeros de la universidad. Un amigo lo pudo rescatar de las balas y traerlo milagrosamente con nosotros; desde entonces se sentía impotente cuando escuchaba pasar a los guardias. Quería lanzárseles encima y descargar toda su rabia. Más de una vez logré persuadirlo de no salir para unirse a la insurrección; además seguía mal de la pierna y no llegaría lejos. De no estar en guerra seguiría con sus estudios de Psicología en la UNAN, donde ya cursaba su último año.
A Juan, mi esposo, no le agradó nada que Carlos llegara a la casa; ellos nunca se cayeron bien. Creo que si Carlos hubiera muerto, él hasta cierto sentido se sentiría algo aliviado. Desde que fuimos novios, Carlos siempre demostraba su apatía por nuestra relación, más que todo, según él, porque representaba todo lo que estaba mal en el mundo. De igual forma pensaba Juan. Y ahora, con todo el peso de la guerra encima y el encierro continuo, su relación cada día se tensaba más.
– Ya se está acabando la última botella –dijo Juan con el trago en la mano.
– Claro, si has pasado bebiendo desde el martes –dijo Carlos bebiendo un sorbo del vaso.
– A vos que te importa, desde que llegaste no has hecho otra cosa que estar jodiendo con tus mierdas de revolución. ¿Sabés que? Me tenés harto. ¡Me importa un carajo tu revolución!, éste país de todas formas ya se fue a la mierda –dijo con su cara colorada de la excitación.
– Claro, gracias a gente como vos. Es increíble que gente tan estúpida exista en éste mundo –dijo Carlos con una enorme muestra de desprecio en su rostro.
– ¿Cómo me llamaste? –dijo Juan con la cara igualmente colorada pero con una mezcla entre asombro e ira.
– Lo que oíste –dijo Carlos desafiante.
– ¡Ya cállense los dos! –dije gritando en un susurro–, ¡no hubieran podido elegir mejor momento para pelear! Todos estamos hartos de ésta mierda. Estamos cansados y no nos hemos bañado en una semana y el estar peleando no hace más agradable la situación.
– Pues dile a tu hermanito que me deje en paz –dijo Juan dirigiendo su mirada a Carlos.
– Nos hubiéramos ido a Costa Rica cuando tuvimos la oportunidad –dije lamentándome con un suspiro.
Fue idea mía que no nos fuésemos, todos estaban abandonando el país: los de la empresa, mis amigos, mis vecinos. Todos. Nunca me imaginé que la guardia llegaría a la colonia. Siempre pensé que los combates se quedarían en la montaña. Además, el trayecto era demasiado peligroso y no quería arriesgarme. Según mi hermano habían cerrado todas las carreteras que se dirigían hacia la frontera.
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Habían encontrado, en la casa de enfrente, un nido de “comunistas” como ellos les llamaban, y en plena tarde se armó la batalla. Ya llevaban más de dos horas de balaceras cuando se dejaron de escuchar disparos.
– Parece que ya se calmaron –dijo Carlos con los ojos hinchados del desvelo.
– Sí, creo que los mataron a todos –dije con una frialdad que hasta mí me sorprendió.
Nadie dijo una palabra por unos cinco minutos, tal vez por el temor de que nos oyeran, o para ver si podíamos escuchar algo; hasta que oímos ruidos, que me horrorizaron. Ruidos como que tiraran sacos llenos de papas a un camión vacío. Juan, algo ebrio por el ron, se dirigió a la ventana, que nos hacía falta asegurar, con intenciones de asomarse, otra vez, para ver como había concluido la batalla.
– Ni se te ocurra asomarte –le sentencié.
–Si ya pasó la balacera –contestó irónicamente.
Se disponía a recorrer la sábana…
– ¡Vos estás loco! –le dije en un murmullo colérico– ¿querés que te den un tiro? Además andás borracho, te dije que no siguieras bebiendo.
Lo alcancé y lo tomé por ambas manos. No podíamos permitir que nos vieran, era demasiado arriesgado. Además, la cara de mi hermano había circulado por la guardia y lo andaban buscando.

Si me ves ando vestida con la misma blusa blanca desde hace cuatro días, o por lo menos con lo que queda de ella; ya el blanco está triste de tanto usarla. Iba a ser de noche cuando nos dispusimos a comer. No sé que tenían el arroz y los frijoles que habíamos saqueado de la tienda de Don Pablo, pero me sabían a gloria. ¿Si conocen a Don Pablo, verdad?... Encendimos dos velas y las pusimos en el comedor.
– ¿Cómo sigues de la pierna? –le pregunté a Carlos.
– Algo mejor, pero ayer no pude dormir muy bien, me dolía demasiado. Creo que está infectada –me dijo con un rostro muy expresivo.
– ¿Estás seguro?, pero si la desinfectamos cuando viniste –dije.
– Si verdad, tal vez solo es que está sanando, pero me duele demasiado –dijo seguido de un bocado, seguido de un lamento.
– No seas llorón, deberías de darle gracias a Dios que no te mataron por andar de pendejo –dijo Juan efusivamente.
– ¿Ahora yo soy el pendejo? No tenés la mas mínima idea de lo que estás hablando –dijo Carlos mirando penetrantemente a Juan.
– Claro que la tengo –sentenció Juan–. Sé perfectamente de lo que estoy hablando.
– ¿Así?
– Sí.
– Pues entonces sabés que luchamos por librarnos de gente entreguista como vos –dijo Carlos entrecerrando los ojos–. Por lo menos yo quiero liberar a mi pueblo de esta dictadura de la que vos mismo fuiste partícipe –señalándolo–. O me vas a decir que nunca le besaste las nalgas a Somoza cuando llegaba a tu empresa –dijo desafiante.
– Oye, calmate y seguí comiendo –dije a Carlos avizorando lo que venía.
– Mirá, si gente como ustedes, realmente valoraran lo que hizo “el hombre” por éste país –sentenciaba Juan–, no estarían muriendo por un montón de filosofías huecas. Qué voy a andar creyendo yo en “santos que orinan”. Yo ahorita estuviera trabajando en mi empresa como toda mi vida lo he hecho y no estuviera encerrado con un vago como vos –dijo Juan defendiéndose.
– Prefiero ser un vago que una maldita rata como vos –dijo Carlos volviendo la mirada hacia el plato de arroz y frijoles disponiéndose a seguir comiendo.
– Mirá, si no estuvieras herido y no fueras el hermano de mi mujer, ya te hubiera lanzado por esa ventana –dijo Juan señalando la ventana cubierta por la espesa sábana.
– Atrévete y verás lo que te pasa –dijo Carlos
– ¡A no! ¡A mí ningún niño culo cagado me va a estar amenazando! –dijo Juan golpeando la mesa y poniéndose de pié.
– ¡Ya cálmense! No sean idiotas, no ven que los dos contemplan el mundo como el sistema quiere que lo contemplen. Cada quien debería verlo como le de la gana, ¿qué no ven la situación? –dije olvidándome de la comida.
– Precisamente por ese pensamiento es que estamos como estamos, tú no ves la situación. Yo la veo por todos lados, ¡por supuesto qué la veo! –dijo Carlos levantando aun más la voz–, al igual que veo al enemigo comiendo en la misma mesa que yo. Me rehúso a comer con éste miserable imperialista –dijo poniéndose de pie.
– ¡Miserable tu madre! –dijo Juan estirando los labios.
No sé si fue por el odio ideológico que se tenían, o por el hecho de no haber salido de la casa en una semana, o probablemente porque nunca se cayeron bien. Carlos se abalanzó sobre Juan, explotando como geiser, con una ira contenida desde hace mucho tiempo atrás. Logró estrellarlo contra el piso, a pesar de que la herida en su pierna apenas estaba empezando a cicatrizar. La pequeña mesa ovalada de cristal se movió de un lado a otro botando la comida y los vasos con agua. Se montó encima de él y le comenzó a dar torpes golpes en la cara, ya que no tenía mucho punto de apoyo. Juan se adueño rápidamente de la situación, logró safarse y empujarlo contra la mesa que se quebró junto con los platos. El ruido debió escucharse fuera de la casa. Cuando se puso de pié y se dirigía donde yacía Carlos junto con los vidrios, me antepuse y traté detenerlo.
– ¡Dejá de pelear! No seas estúpido, no ves que está herido –le dije gritando.
– ¡Qué me importa! ¡Por mí que se muera! –dijo articulando cada palabra.
No alcanzó a decir nada más cuando se escuchó una especie de trueno que venía creciendo. De pronto un ruido estruendoso como el de un volcán explotando hizo que toda la habitación brincara y se cayeran los cuadros al piso.
Otro estruendo pero esta vez más débil y lejano confirmó lo que me temía. Venía seguido de varios alaridos horrorosos como mujeres en pleno parto.
– No otra vez –dije mirando hacia el techo.
Carlos como pudo trató de ponerse en pié. Juan miraba hacia todas direcciones sin saber que hacer. Se escuchaban a los aviones uno a uno pasando sobre nuestras cabezas como manada de buitres buscando carroña. Parecía una eternidad, aunque tal vez no fue más de un minuto. Se escuchaba el caer de las bombas de quinientas libras, como cuando se desinfla un globo mientras los aviones aleteaban por toda la colonia.
– Tenemos que salir de aquí –dijo Carlos.
Corríamos hacia la ventana cuando en ese momento calló una bomba cerca de nosotros, al lado de la cocina. El sonido del techo cayendo y esparciéndose por la habitación fue tan estruendoso que me dejó sorda por un par de minutos, sólo oía un zumbido insoportable dentro de mi cabeza; el polvo y las astillas de los muebles y de todo lo que se destruyó fue lo único que nos pudo alcanzar. Abrimos con dificultad la ventana y nos quedamos estupefactos ante el paisaje: toda la colonia estaba ardiendo. Los aviones se veían ya alejándose por un cielo rojo. No creo que todavía haya asimilado bien la situación. Salimos sin tener idea a donde ir. ¿Dónde hubiéramos podido ir? Nos sentamos en el piso debajo de la ventana...
– El mundo cayéndose y ustedes peleando –dije con los ojos llorosos.

Ahí fue donde nos encontraron ustedes, vimos un microbús y comenzamos a correr porque creímos que era la guardia. Mi casa no sé que fue de ella, me imagino que se contagió del fuego de las otras y quedó en cenizas. Ya no quiero acordarme de nada de lo que pasó. Viste que traté de convencer a Carlos que viniera con nosotros pero pudo más su orgullo. De qué va a vivir ahorita, cómo va comer, en dónde va a dormir… no tengo ni la más remota idea, y eso me mortifica. Porqué diablos no se dan cuenta del estrecho paralelo que existe entre los dos. Son realmente unos estúpidos.

Nunca pensé que se pudiera conducir de noche con las luces apagadas, pero hay una luna intensa, como recién bañada. ¿Cuánto falta para la frontera?
– Como 15 minutos, será mejor que levantes a tu esposo porque va a estar difícil pasar al otro lado.

Sunday, August 13, 2006

Inicuo

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Todo lo que veía me creaba repulsión. Llevaba caminando como quince minutos bajo la nieve y ya los mocasines me empezaban a incomodar. Pasé frente a varios templos: Jesucristo es el Señor, decía la fachada de un antiguo cine, Iglesia de los Santos de los Últimos Días, decía otra que tenía pinta de casita de muñecas con tonos pasteles. El frío paradójicamente se hacía cada vez más intenso. Nevaba bastante para ser las dos de la tarde; no recordaba a Boston tan helado como en años anteriores. Las calles de la ciudad estaban todas llenas de nieve y los edificios se habían teñido de blanco; no había mucho color alrededor. El traje tan elegante que llevaba se estaba comenzando a teñir de blanco por la nieve que insistentemente le caía. Siempre lucía muy elegante, de saco y corbata, y zapatos mocasines, porque sabía que dentro de los Bautistas la apariencia valía mucho, obviamente ese día no era la excepción. Llevaba un abrigo que me llegaba hasta las rodillas y un pequeño sombrero que me regaló un hermano de la iglesia. Me habían mandado a reunirme con mis superiores de la iglesia Bautista para informar de los avances que estaba teniendo la filial en Ponce, Puerto Rico, donde yo era el pastor. Militaba desde hacía ya diez años. “Jesús me trajo aquí”, acostumbraba a decir.
Al momento de volverme “cristiano”, mi familia, que me había criado bajo las creencias católicas, se alejó de mí, aunque luego pudieron aceptarme e incluso alguno de ellos siguieron mis pasos. Pero de un tiempo para acá las cosas habían cambiado mucho; por primera vez desde mi juventud me sentía sumamente turbado. El ambiente frío y seco no me ayudaba mucho, e incluso creo que contribuyó a atizar mi tribulación.
Pasé por el Caffe Vittoria; tenía años sin tomarme una taza de café italiano, que preparaban exclusivamente en esa cafetería. Creo que desde el verano del 72 que había llegado a un retiro espiritual que se efectuaría en la sede, no había vuelto a probar un café tan delicioso, y con ese frío se me antojaba mucho más. Entré y me senté en las mesas que estaban al fondo, se me acercó la mesera y le pedí la taza de café. El calor del establecimiento me tranquilizó un poco. Era una cafetería un tanto pequeña, como de unas ocho mesas. La recorrí suavemente con la mirada mientras daba sorbos al café, cuando me percaté que en una de las mesas estaban sentadas un par de monjas. Ambas de piel blanca, de traje negro, y blanco en la parte del cuello, de donde colgaba un gran crucifijo plateado. Nunca tuve nada en contra de ellas, ni cuando me castigaban en el colegio, ni cuando una me reprobó en la clase de español; pero esa tarde el sólo simple hecho de estar cercano a ellas me incomodaba mucho. Procuré beberme el café rápidamente, sin que me importara quemarme la lengua, y salir cuanto antes de aquel lugar. “Would you like anything more, Sir?... No thanks! Keep the change”. Salí observando con sumo desdén al par de religiosas que me quedaron viendo de reojo, un tanto asombradas por la expresión en mi rostro. Ésta vez el frío lo sentí terrible. La nevada arreció y las manos se me helaron rápidamente. “Tengo que buscar un taxi…” Caminé a la esquina y esperé un par de minutos que se me hicieron eternos. Sentía la cabeza a explotar. El simple hecho de ver a esas monjas, me trajo a la memoria el recuerdo de mi infancia en Ponce, cuando en las tardes iba a poner velitas al cristo con pelo lleno de rizos que estaba dormido en una cama. “Dame una prueba, Señor, aunque sea un vientecito…”
“Hey! Taxi!... Take me to 110 Commonwealth Avenue, please”. Subí rápidamente al taxi como si fuera en persecución de alguien. El conductor al parecer se dio cuenta de la aflicción que de mi rostro emanaba, y no dejaba de verme de cuando en cuando por el retrovisor. “Coño, qué me pasa Dios mío… ¿se encuentra bien, Señor?..., ¿habla español?..., sí, soy de Ecuador…, ah!, si gracias, me encuentro bien, sólo es que voy algo retrasado…, no se preocupe que Dios no tiene prisa en llegar, jejeje.” Sus palabras retumbaron en mi oído y me desconcertaron tanto que me dio pena preguntarle que fue lo que quiso decirme.
Nos fuimos por la Western Street, rumbo a la sede. Mis maletas las había dejado en el hotel. Contrario a lo que recordaba de visitas anteriores, había encontrado en el trayecto de un par de millas, varias iglesias de todos los tipos, nombres, colores, texturas y tamaños. Nos detuvimos en un semáforo en rojo contiguo a un edificio un tanto insípido que de su interior emanaba un griterío y unos quejidos tremendos; en la parte de afuera había un letrero que decía “Culto de reavivamiento”. Los alaridos pudieron llegar hasta el taxi, desconcertándome y asustándome a la vez. El semáforo se puso en verde. Avanzamos dos calles adelante y me encontré con una gran sinagoga de donde salían niños con gorritos sobre sus cabezas, seguidos de rabinos vestidos de negro; de larga barba y altos sombreros; al parecer discutían entre sí muy acaloradamente. Esa era una de las calles principales de la ciudad que era muy transitada y sumamente comercial. Precisamente contiguo a un centro comercial muy moderno había lo que parecía una tienda por departamentos, que en su fachada se leía Unification Church. Casi al frente me encontré majestuosidad de un templo católico; tenía como veinte años sin entrar a uno. Su fachada, contraria al edificio un tanto insípido de los pentecostales reavivados, era barroca, o al menos eso me parecía. En la puerta de cuatro metros había un mendigo pidiendo limosna, su apariencia era de lamentar. Nos encontramos con varias denominaciones más: luteranos, metodista, anglicanos, adventistas; hasta luz del mundo, cienciología, carismáticos, etc. Parecía más bien el paseo de las doctrinas que una calle comercial.
Después de diez minutos de trayecto me encontré frente a la sede Ministerio Nueva Esperanza Bautista. Busqué cambio en la billetera pero sólo encontré billetes de a veinte dólares. “¡Muchas gracias!, conserve el cambio…, Gracias a usted, reciba mucho más abundantemente”, me dijo con una sonrisa en sus labios. Otra vez sus palabras hicieron eco en mi mente.
Era un edificio enorme, tenía la apariencia como de un Coliseo moderno, con vidrios de colores por todos lados y en la entrada una cruz de bronce como de tres metros. Ya había estado en la sede en varias ocasiones, y siempre me quedaba maravillado con aquel edificio, pero no esa vez. Pase sin apreciar su fachada como solía hacerlo siempre que llegaba e ingresé en su interior rápidamente. Me recibió el pastor Oseguera, que era el que se encargaba de las misiones internacionales. Nos habíamos conocido en el último viaje que hice a Boston, para confirmar la iglesia de Ponce. Su posición distante y sus dobles posturas estuvieron presentes durante todo el encuentro. No me había percatado lo falso que se veía Oseguera, con ese aspecto de santurrón que siempre quería aparentar. Dos semanas antes del viaje un hermano de la iglesia me había comentado de la demanda que su sobrina de diecisiete años le había entablado por acoso sexual. Nuestro encuentro no tardó más de veinte minutos; solo le expliqué rápidamente el informe que traía preparado de antemano, y le di los saludos de la asociación de pastores de San Juan. Mostró siempre una expresión de indiferencia en su rostro a todo lo que hablábamos. Me llevó a la parte donde se entregaba el material donde me dieron una caja con pequeñas revistas llamadas “El Nuevo Amanecer”; una caja de Biblias de bolsillo versión Reina Valera, y me llamó a un taxi para que regresara al hotel. Cuando iba saliendo, pude saludar a Thomas Helwys, que era el presidente de la congregación; me saludó de una forma fría y distante. Todo pasó tan rápido que sentí que estaban buscando la forma de deshacerse de mí, como que les incomodaba mi sola presencia. El trato que me dieron, si bien no fue nada descortés, fue muy protocolario, o al menos así me pareció.

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En el taxi no dejaba de pensar en lo mismo, aunque no tenía la mente centrada en un solo pensamiento en particular, todo lo que giraba alrededor de mi cabeza gravitaba alrededor de un punto en común: “Creo que voy a dejar la religión”.

Al entrar en la habitación del hotel Marriot, dejé la caja al lado de la puerta y me senté en la pequeña salita. En una mesita, había un arbolito de navidad y al lado una Biblia. La abrí y ubiqué Romanos 8:2 “Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte…” La cerré me fui al baño a lavarme la cara, regresé a la salita y sin percatarme caí profundamente dormido.


Donaldo Flores Sevilla
Nació en Managua hace 20 años.Estudiante de la Academia de Música Fermatta de la ciudad de México, Distrito Federal desde hace tres años y medio. Escritor aficionado desde hace cuatro años, pertenece a varios talleres de literatura en el DF
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